Está sola en un rincón de su habitación. Todo está en silencio. Se balancea sobre sí misma sentada en el suelo mientras piensa en sus cosas, sus brazos rodean sus piernas. Sus ojos vagan por la habitación, no buscan nada en concreto. Las paredes desnudas pintadas de blanco se vuelven grises, negras, con el paso de las horas, en esa habitación sin ventanas. Los escasos muebles, llenos de polvo de no utilizarlos, ocupan casi todo el espacio, todo menos su rincón. Ese rincón donde se sienta y pasa horas, días, semanas, ese rincón donde su mundo cambia por completo. “En ese rincón escapa de sus penas” dicen algunos, “en ese rincón huye a su mundo de fantasía” dicen otros, y otros se limitan a pensar “ojalá tuviera yo un rincón donde sentirme a salvo del mundo cuando lo necesito”.
Pero ese rincón no es su vía de escape, no es su escondite ni el lugar donde imagina su mundo de fantasía, donde no existe la pena ni la maldad.
Ese rincón es mudo testigo de su gran castigo. Ese rincón, donde pasa incluso meses seguidos sin moverse, es el único testigo de su desconexión del mundo exterior. Solo ese rincón de su pequeña habitación sabe que puede pasar meses sin comer, sin dormir o sin ducharse sin darse cuenta siquiera. Solo ese pequeño espacio de su reducida habitación sabe que su cerebro hace que perciba sensaciones erróneas, que viva experiencias insólitas, que vea, oiga o huela cosas que no son reales.
Solo ese pequeño rincón sabe que sus ojos no buscan algo en esa habitación, sino que ven cosas que nadie más puede ver, que son el reflejo del aislamiento producido por su enfermedad.
Son el reflejo de su trágico destino, que quizás la lleve a un trágico final.
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